La realidad de vivir en pareja
¿Por qué estallan amargas discusiones entre personas que con toda probabilidad se quieren y tienen mutuo interés?
Durante el noviazgo, ella o el es el centro de nuestra atención el cual se desvanece en la unión de los intereses y aun de las identidades. La luz del amor que funden las diferencias de temperamento, intereses y metas ayudan a generar el altruismo y la empatía.
La pareja quiere complacer el uno al otro. Se sienten gratificados cuando se hacen mutuamente felices y se sienten tristes cuando su pareja también lo está. En su esfuerzo por complacer, tratan de considerar todo desde el punto de vista del compañero, olvidándose poco a poco de la identidad individual.
Para muchos sin duda es justo pagar el precio de sacrificar los interés propios en la relación por temor consiente o inconsiente a la soledad, lo cual se vuelve un alivio
Para otros, los placeres consumados de la intimidad compartida son importantísimos.
Es como si ningún precio pudiera ser demasiado para pagar por el sentido de pertenencia e intimidad. Puesto que los propios intereses de la pareja están estrechamente ligados durante el período del noviazgo, experimentan poco sentido de sacrificio o egoísmo y las recompensas por satisfacer los deseos de la otra parte son múltiples.
No sólo hay un apoyo directo proveniente de la satisfacción de complacer a la pareja, sino indirecto también, al imaginar su placer. Con este esfuerzo incesante, la motivación para dejar de lado el egocentrismo de uno es fuerte.
Una mujer enamorada es altruista porque quiere serlo, no porque ella "deba" serlo. Un hombre enamorado hace sacrificios por su amada porque le place hacerlo.
El desapego no es indiferencia
Amor y apego no siempre deben ir de la mano. Los
hemos entremezclado hasta tal punto, que ya confundimos
el uno con el otro. Recuerdo un aviso que colocamos
a la entrada de un centro de atención psicológica,
con la siguiente frase de Krishnamurti: «El apego
corrompe». Para nuestra sorpresa, la consigna, en vez
de generar una actitud constructiva y positiva hacia el
amor, ofendió a más de un asistente adulto. «No
entiendo cómo ustedes están promocionando el desapego»,
comentaba una mujer con hijos adolescentes y
algo decepcionada de su psicólogo. En cambio, los más
jóvenes se limitaban a reafirmarla: «Claro. Eso es así.
No cabe duda. ¡Hay que desapegarse para no sufrir!».
Equivocadamente, entendemos el desapego como
dureza de corazón, indiferencia o insensibilidad, y eso
no es así. El desapego no es desamor, sino una manera
sana de relacionarse, cuyas premisas son: independencia,
no posesividad y no adicción. La persona no apegada
(emancipada) es capaz de controlar sus temores al
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abandono, no considera que deba destruir la propia
identidad en nombre del amor, pero tampoco promociona
el egoísmo y la deshonestidad. Desapegarse no
es salir corriendo a buscar un sustituto afectivo, volverse
un ser carente de toda ética o instigar la promiscuidad.
La palabra libertad nos asusta y por eso la censuramos.
Declararse afectivamente libre es promover afecto
sin opresión, es distanciarse en lo perjudicial y hacer
contacto en la ternura. El individuo que decide romper
con la adicción a su pareja entiende que desligarse
psicológicamente no es fomentar la frialdad afectiva,
porque la relación interpersonal nos hace humanos
(los sujetos «apegados al desapego» no son libres, sino
esquizoides). No podemos vivir sin afecto, nadie puede
hacerlo, pero sí podemos amar sin esclavizarnos.
Una cosa es defender el lazo afectivo y otra muy distinta
ahorcarse con él. El desapego no es más que una
elección que dice a gritos: el amor es ausencia de miedo.
Un adolescente que había decidido «desprenderse
amando», le envió una carta a su novia contándole la
noticia, la cual ella devolvió, en una pequeña bolsa de
basura, vuelta añicos. Cito a continuación un trozo de
la misma: «... Si estás a mi lado, me encanta, lo disfruto,
me alegra, me exalta el espíritu; pero si no estás,
aunque lo resienta y me hagas falta, puedo seguir adelante.
Igual puedo disfrutar de una mañana de sol, mi
plato preferido sigue siendo apetecible (aunque como
menos), no dejo de estudiar, mi vocación sigue en pie,
y mis amigos me siguen atrayendo. Es verdad que
algo me falta, que hay algo de intranquilidad en mí,
que te extraño, pero sigo, sigo y sigo. Me entristece,
pero no me deprimo. Puedo continuar haciéndome
cargo de mí mismo, pese a tu ausencia. Te amo, sabes
que no te miento, pero esto no implica que no sea
capaz de sobrevivir sin ti. He aprendido que el desapego
es independencia y ésa es mi propuesta... No
más actitudes posesivas y dominantes... Sin faltar a
nuestros principios, amémonos en libertad y sin miedo
a ser lo que somos...».
¿Por qué nos ofendemos si el otro no se angustia con
nuestra ausencia? ¿Por qué nos desconcierta tanto que
nuestra pareja no sienta celos? ¿Realmente estamos
preparados para una relación no dependiente? ¿Alguna
vez lo has intentado? ¿Estás dispuesto a correr el
riesgo de no dominar, no poseer y aprender a perder?
¿Alguna vez te has propuesto seriamente enfrentar tus
miedos y emprender la aventura de amar sin apegos,
no como algo teórico sino de hecho? Si es así, habrás
descubierto que no existe ninguna contradicción evidente
entre ser dueño o dueña de tu propia vida y
amar a la persona que está a tu lado, ¿verdad? No hay
incompatibilidad entre amar y amarse a uno mismo.
Por el contrario, cuando ambas formas de afecto se
disocian y desequilibran, aparece la enfermedad mental.
Si la unión afectiva es saludable, la consciencia
personal se expande y se multiplica en el acto de amar.
Es decir, se trasciende sin desaparecer. E. E. Cummings
lo expresaba así: «Amo mi cuerpo cuando está
con tu cuerpo, es un cuerpo tan nuevo, de superiores
músculos y estremecidos nervios».
WALTER RISO